¿Crees en el amor a primera vista?
Tal vez no fue amor, sino deslumbramiento. ¿Por qué,
si no, te invité a mi casa?
Por dentro sabía que no debía, sabía que estaba
jugando con fuego, pero me auto convencí de que estaba todo bien, sólo quería
ser tu amiga. Te cité en mi casa a las cinco de la tarde, y llegaste con una
puntualidad inglesa que sólo me hizo admirarte más. Eras todo: guapo,
inteligente, con un cierto desprecio por la sociedad, un sarcasmo, que me arrancaba más de
una sonrisa.
En aquella época me contentaba sólo con verte.
Admirarte. Comerte con los ojos, imaginar cómo sería pasar mis dedos por esos
rizos oscuros y sedosos. Morder esos labios. Lamer esa piel. Pero no eras para
mí, yo eso lo sabía. No sólo estabas muy lejos de ser mi igual en términos de
belleza, sino que además estaba el pequeño, pequeñísimo detalle de que estaba
casada por el civil, y no hacía tanto tiempo. Y yo quería a mi esposo, pero él
no era ni la sombra de ti.
Llegué a pensar que si te hubiera conocido antes, no
me habría casado. Pero si no me hubiera casado, nunca habría llegado a las
circunstancias en las que te conocí. Era el destino que se reía de mí en mi
propia cara, y yo no tenía el poder de hacer que se callara.
Y tú seguías visitando nuestra casa, y te volviste
parte de ella. Tenías un lugar en nuestra mesa. Mi esposo también te quería, y
no sé exactamente de qué manera… al menos en ese tiempo.
Yo estaba decidida a ser fiel y que mi matrimonio
durara hasta el día de mi muerte. Así que seguí adelante, y decidí que teníamos
que avanzar hacia el matrimonio religioso. Nadie de mi familia vino, y yo no
tenía a nadie que me llevara al altar, así que te lo pedí a ti. Y por supuesto,
tú accediste encantado. Ese día, cuando te vi llegar vestido con tu traje
formal, se me fue el aire de los pulmones, y deseé con toda el alma que no
fueras tú el que me entregara, sino el que me recibiera en el altar. Te veías
tan perfecto, que opacabas al novio. A
veces miro las fotos del matrimonio, y me detengo en la foto en la que me
llevas del brazo, yo tan pequeña y poca cosa al lado tuyo, vestida de blanco y
con un velo, dispuesta a jurarle amor eterno al hombre que me esperaba más
adelante, dispuesta a renunciar a todo para seguir adelante con lo que era
correcto, pero deseando no hacerlo.
Después de la luna de miel, volvimos a casa mi
marido y yo; y tú, por supuesto, llegaste a visitarnos, como era tu costumbre.
Era pleno verano y te habías quemado la espalda, tu piel es tan blanca que no
aguanta bien el sol, y tu piel muerta comenzó a desprenderse. Te picaba. Te
quitaste la polera y mi marido y yo comenzamos a quitarte esos trozos de piel
traslúcida, con cuidado para no lastimarte. Hay una extraña fascinación en
hacer esas cosas, tal vez a algunos les parezca asqueroso, pero no lo es. Y yo
por fin pude poner mis manos sobre tu piel con una buena excusa. Pude dejar que
mis manos recorrieran tu espalda sin sentirme culpable, y con la aprobación de
mi marido, que también estaba hipnotizado por la tarea. Yo sabía de la
ambigüedad de la sexualidad de mi marido, pero no me importaba, porque estaba
conmigo. Sin embargo, en ese momento, cuando estabas sentado en nuestro sofá,
echado hacia adelante, con los ojos cerrados y completamente entregado a
nuestras manipulaciones, algo hizo clic entre mi marido y yo. Nos miramos con
una completa comprensión de lo que sucedía, y que ambos estábamos dispuestos a
lanzarnos en una maniobra arriesgada. Te deseábamos. Ambos.
¿Fui yo la que te quitó el cinturón? No lo recuerdo
exactamente. Recuerdo que no pusiste ninguna objeción, tal vez también lo
estabas deseando. Quizás lo deseabas hacía algún tiempo, no lo sé, nunca me lo
dijiste. Y no recuerdo los detalles, sólo recuerdo que te entregaste, a mí o a
los dos, no lo sé. Sólo sé que por fin te tenía en mis brazos, que por fin pude
besar tu boca, sentir el peso de tu cuerpo sobre el mío y me llenaste por
completo. Eras grande, y firme, y te gustaba hacerlo con fuerza, te gustaba
tomarme con fuerza.
Los tríos son una cosa confusa. Creo que están
sobrevalorados. Yo no sabía bien con quién ir, o cómo hacer para que ninguno de
los dos se sintiera excluido. Pero prefería esa incomodidad a no tenerte en
absoluto. Prefería ver cómo mi marido dejaba sus impulsos homosexuales latentes
salir sin pudor, y te veía a ti… ¿soportándolo? ¿Disfrutándolo? Tal vez una
mezcla de ambas cosas. Empujando los límites, las barreras, hasta caer en un
precipicio como el auto de Thelma y Louise.
Pero yo te quería para mí. Sólo para mí. En mis
retorcidos pensamientos, lo que pasaba entre nosotros tres no era infidelidad,
porque mi marido estaba ahí, en el medio. No, no era suficiente para mí, yo te
necesitaba para mí sola, y tenía mucho miedo, porque si eso llegara a suceder,
sería una mujer infiel, estaría engañando a mi marido. Pero cuando me miraba al
espejo y veía las marcas de tus dientes en mi piel, sentía una especie de
orgullo. Era tuya, me habías marcado.
Y seguías viniendo a nuestra casa, que ya era tuya
también, y las tardes se convertían en una convivencia doméstica pacífica, como
si los tres fuéramos una sola familia. Pero cuando nos quedábamos solos por un
par de minutos, segundos incluso, te inclinabas hacia mí y me robabas un beso
apasionado, mordiéndome la boca con esos dientes perfectos. Estaba encandilada
por tu luz, y no quería que eso terminara nunca, jamás. A veces, me imaginaba
que mis pastillas anticonceptivas fallaban y terminaba embarazada, sin saber de
quién, pero luego tendría en mis brazos un niño de piel blanca y pelo rizado, y
entonces lo sabría. ¡Locura pura! Tú eras tan diferente a mi marido como el día
y la noche, que si hubiera tenido un hijo tuyo, no habría engañado a nadie.
Alguna vez hablé de esa posibilidad con mi marido, y él estaba dispuesto a
asumir la responsabilidad de las consecuencias de lo que estábamos haciendo.
Pero mis pastillas nunca fallaron, y yo no fui capaz de cometer tamaña
traición. Jamás me habría embarazado a propósito para conseguir algo.
Y así pasó algún tiempo. Y yo veía como me hundía
más y más en esas arenas movedizas que eran mi deseo de tenerte sólo para mí, y
en mi desesperación de no cometer “adulterio”, te pedí que te alejaras un
tiempo de nosotros. No debí hacerlo, nunca pensé que te iba a herir tanto,
pensaba que sólo yo sufriría, que lo que tú sentías no era más que deseo, que
no eras más que un hombre aprovechando la situación que se le ofrecía. ¿Dónde
te dolió? Nunca me lo dijiste. Pero recuerdo tu cara, tu expresión de completa
desilusión. No me amabas, al menos yo estaba segura de eso, y creía que no te
haría daño. ¿Te herí en el orgullo? ¿En nuestra amistad?
Si en ese entonces hubiera sabido lo que era el
poliamor, tal vez te habría ofrecido la habitación de al lado, para que
vivieras con nosotros, simulando que sólo nos arrendabas una pieza, o algo así.
Porque a pesar de que yo te quería exclusivamente para mí, también sabía que te
estaba compartiendo con mi marido, y que también le tenías mucho cariño. Es la
situación más extraña que he tenido en mi vida. No creo que alguien que no lo
haya vivido pueda comprenderlo.
No te lo tomaste bien. Te fuiste. Nunca supe qué
pasó por tu cabeza, por tu corazón. Y te fuiste con intenciones de no volver
nunca más. No hubo forma de hacerte volver, quizás rompí algo dentro de ti y no
había forma de que pudiera repararlo. Lloré mucho. Me dije millones de insultos
en mi cabeza, pero no había forma de echar atrás el tiempo. Hay errores que no
tienen solución.
Fue un par de años después, tampoco recuerdo
cuántos, pero deben haber sido más de tres, cuando te encontré en un bus.
Teníamos un viaje de una hora y media por delante, y ninguna posibilidad de
evitarnos. Te hablé, esperando que me rechazaras como las veces anteriores en
las que te encontré por ahí, en las calles, en el colectivo… pero esta vez no
lo hiciste. Bendije mi buena suerte por haberte encontrado ahí, y nos sentamos
juntos a conversar y ponernos al día con nuestras vidas. Yo había tenido un
hijo, aunque no tuyo…
Y volviste a casa. Esta vez no te entregaste por
completo como la primera vez, tal vez la herida dejó una cicatriz, pero volviste.
Te recibimos con verdadero júbilo. Y volvimos a estar los tres juntos en el
sofá, con las luces apagadas, luchando por hacer sentido de una relación sexual
que está diseñada para dos. Y esta vez no iba a perderte, estaba decidida a que
te quedaras con nosotros para siempre.
Yo había madurado algo, y la infidelidad ya no era
un problema para mí. Comenzamos a encontrarnos a escondidas, los martes a las
diez de la mañana. Tocabas la puerta con discreción, y yo te estaba esperando.
Me preparaba para ti, me duchaba y me rasuraba las piernas, me ponía algo de
perfume, para que te pareciera más agradable. Después del embarazo mi cuerpo
había cambiado mucho y me avergonzaba, pero a ti parecía no importarte. Tenía
miedo de que nos descubrieran, pero te aseguraste de que mi marido tuviera su
tiempo contigo a solas, para cuidarnos las espaldas y que no tuviera nada que
reclamarnos. Y te tenía para mí, por horas, casi todas las semanas, cuando mi
hijo estaba en el jardín infantil y mi marido en el trabajo. ¿Cuánto tiempo
duró eso? Me parece que fue mucho tiempo, aunque teníamos que suspender
nuestros encuentros durante las vacaciones para que mi hijo no se diera cuenta.
En
algún momento, una noche de borrachera, me encerré contigo en el baño y te dije
que te amaba. Tú no me dijiste lo mismo. Me preguntaste si yo pensaba que tú no
tenías sentimientos por mi, que también sentías algo por mí. Pero no me dijiste
que me amabas. Comprendí que sentías cariño, pero no estabas enamorado de mí, y
eso fue un balde de agua fría, una puñalada en el corazón. Tal vez fue el
equivalente de cuando te pedí que te alejaras por un tiempo. Pero yo no me iba
a ir, no te iba dejar ir. Aunque no me amaras, yo no podía desprenderme de ti,
y preferí que las cosas siguieran así. Mejor tenerte a medias que perderte del
todo.
Una vez nos
llevaste una chica de visita a nuestra casa, una chica que te gustaba, aunque
era menor que tú, y querías que fuera tu polola. Obviamente yo estaba muerta de
celos, pero, ¿Qué te podía pedir, si nada te podía dar? No tenía derecho alguno
sobre ti. No me gustaba ella para ti, yo quería que tuvieras sólo lo mejor. En
este caso, tu antigua novia, que estaba perdida de amor por ti y que habías
dejado hacía un tiempo. Pero ahora tenía que lidiar con esa chiquilla que no te
merecía, y más encima esconder mis celos. Traté de ser amable con ella, y tuve
que contentarme con mirarte desde el otro lado de la mesa. Bebimos hasta
emborracharnos, y cuando ya te ibas, fuiste a despedirte de mí en el dormitorio.
Solos por un segundo, te inclinaste hacia mí y me besaste. Un beso de verdad,
con ganas, con pasión; un beso que había sido postergado demasiado tiempo esa
noche. Y me supo a triunfo, ¡eras mío! ¡Eras mío y no de esa chiquilla
advenediza! Pero justo en ese momento nos dimos cuenta de que no estábamos
solos, que ella había entrado en la habitación y no nos habíamos dado cuenta,
absortos por completo en besarnos, y ella lo había visto todo. No había forma
de excusarlo, ni de esconderlo. Era la verdad y punto.
Un par de días después, ella llegó a mi trabajo, yo
estaba de encargada de un cyber café en el centro, y ella se puso a conversar
conmigo. Quería una explicación, y dejarme claro que iba a pelear por ti. Le
dije más o menos la verdad: que éramos amantes hacía años. Ella no podía
comprender que tuviera un esposo, un hijo y
un amante. Trató de hacerme sentir como basura, que ella tenía las de ganar…
pero yo sonreí. Por mucho que peleara no te iba a conseguir. Yo gané, la
dejaste.
Por supuesto que nuestra relación no era nada sana.
A veces tenías una polola, pero no me preocupaba demasiado, porque siempre
volvías a mi cama. Una y otra vez. Nunca hablábamos de sentimientos, excepto
algunas veces que estábamos borrachos, y nos hablábamos en inglés. Hablar en
inglés nos daba una cierta libertad para expresarnos, como si al hacerlo nos
deprendiéramos de nosotros mismos y no sintiéramos vergüenza de admitir cosas
que no podíamos decir en castellano. Siempre en la oscuridad, sin mirarnos a la
cara, podía salir un tímido “I love you” y un “I love you too”. Siempre tú primero, porque yo no quería
presionarte para que me lo dijeras, yo quería que fueras tú, por tu propia
voluntad, quien lo dijera.
También me parece que ambos estábamos hartos de
andarnos escondiendo de todos. ¿Recuerdas esa vez que fui al médico sospechando
que tenía varicela? Esa noche no me sentía del todo mal, la enfermedad estaba
recién comenzando, y nos quedamos tomando cerveza. Cuando se acabaron decidimos
salir a comprar más. Me abrazaste en la calle, estaba oscuro y casi no andaba
nadie que nos pudiera ver. Yo no quería que me abrazaras, tenía miedo de
contagiarte, porque no recordabas si la habías tenido o no… pero me apretaste a
tu cuerpo, diciéndome que no te importaba. Cuando llegamos a la botillería,
protegida por una reja a esa hora de la noche, pedimos nuestras cervezas y la
chica fue a buscarlas. En ese momento nos besamos, como si no tuviéramos nada
ni nadie de qué escondernos, como si tuviéramos el derecho de hacerlo en cualquier
lugar, cuando quisiéramos, como si tú fueras mi pololo y yo la tuya. Cuando
vimos que la chica había vuelto y nos estaba mirando nos reímos, con una
alegría verdadera. ¡Alguien nos estaba viendo y no nos estaba juzgando!
¿Recuerdas el terremoto del 2010? Estábamos tumbados
en el sofá, era muy tarde, y mi marido había ido a hacer dormir a nuestro hijo
que se había despertado, quedándose dormido con él. Mientras tanto, nosotros
conversábamos bajito en el sofá, abrazados y relajados. De pronto comenzó a
temblar. Yo como mujer nortina, criada con temblores frecuentes, me mantuve
tranquila, pero en alerta. Tú, como un hombre valiente, hiciste lo mismo. Pasó
el temblor y mi marido salió de la habitación… y se abrieron las mismas puertas
del infierno. La casa se sacudía de un lado para otro, las paredes se estiraban
como chicle y parecía que el techo se iba a caer sobre nuestras cabezas.
Tratamos de sacar a mi hijo de su cama, pero el suelo se movía tanto, que no
podíamos mantenernos en pie y tuvimos que agarrarnos de los pilares para no
caernos. Por un momento pensé que se acababa el mundo, pero tú estabas ahí
conmigo, y yo daba gracias a Dios por eso. Sí, me sentía un poco más segura
teniéndote ahí, pero lo que más me aliviaba era saber que estabas bien, que
pasara lo que pasara, estábamos juntos. Entre los dos tuvimos que calmar a mi
marido, que estaba casi histérico. Te quedaste hasta el amanecer, porque de
ninguna manera te íbamos a dejar que salieras con ese peligro y en absoluta oscuridad.
De cierta manera estabas en el lugar donde debías estar. Con nosotros, pero en especial,
conmigo.
Con el tiempo te convencimos de volver con tu ex, la
que te amaba demasiado. Por tu bien. Tú no tenías muchas ganas, pero terminaste
por hacerlo. ¿Sabes por qué insistí tanto en ello? Porque sentía que te
merecías lo que yo no podía darte. Y tú tampoco me pediste nada, nunca. Yo no sabía lo que en realidad querías de mí,
y hasta el día de hoy no lo sé. Si te hubieras atrevido ¿qué me habrías pedido?
Los años pasaban, seguías con tu novia. Fuiste a
vivir con ella, pero nunca dejaste de ser mi amante. Estábamos más o menos en
la misma posición, tú con tu novia, yo con mi marido. No estaba celosa en
realidad, porque sentía que pasara lo que pasara, seguías siendo mío de alguna
manera. No por nada habíamos pasado algo así como diez años en esta situación. Cada vez volvías, aún si te ausentabas por
algún tiempo.
Y entonces… tu novia se embarazó. Nadie me quita de
la cabeza de que no fue un accidente, ella ya tenía sus años y no podía seguir
esperando para tener un hijo. Pero además creo que lo hizo para atraparte, para
que no pudieras alejarte nunca más de ella. Tuviste que casarte. No nos invitaste
a la ceremonia, pero sí a la fiesta. Felicitamos a tu esposa, pero ella nos
miró con resentimiento, casi con odio. Ella nos conocía, había ido varias veces
a nuestra casa, y ella sabía que nosotros habíamos hecho nuestra parte para que
volvieras con ella… ¿por qué entonces nos miró con odio? ¿Qué le dijiste?
¿Tuviste un ataque de sinceridad y le contaste todo?
Tus visitas se hicieron más esporádicas, no por nada
tenías una esposa embarazada en casa. Pero siempre terminábamos enredados los
tres en el futón.
Fue en el 2013 que tuve un cambio gigante en mí, y
volví a la religión. Soy católica, y sentía que Dios me llamaba. No quería
confesarme ni arrepentirme, pero tuve que hacerlo. Lloré muchísimo cuando me
confesé, sabiendo que tenía que dejarte atrás para siempre, al menos como
amante. Pero no quise dejar de verte, aunque no pudiera permitirme ni siquiera
besarte. ¡Y eso era lo más difícil! Cuando llegabas a la casa y había más gente
de visita había que disimular, pero nuestro primer impulso era darnos un
inocente beso en la boca como saludo, ¡porque eso era lo normal entre nosotros!
Fue una noche después de mi cambio, que estábamos
tirados en el sofá de forma bastante inocente, cuando me abrazaste por la
espalda y comenzaste a susurrarme en inglés en el oído. Me dijiste muchas
cosas, me dijiste que me amabas de verdad. Podía sentir la verdad en tu voz, y
mi corazón se rompía en mil pedazos. Y te contesté que yo también te amaba de
verdad, pero que no podíamos estar juntos, que ambos estábamos casados y
teníamos hijos, que no había esperanza alguna para nosotros. Habíamos jugado
demasiado tiempo con nuestra relación, habíamos jugado con fuego, y nos habíamos
quemado por completo, como si nos hubiesen puesto en una pira funeraria.
Después de eso tus visitas se hicieron cada vez más
escasas. Cuando era muy tarde, me despedía y me iba a dormir a mi cama,
mientras tú seguías bebiendo y conversando con mi marido. Y sabía que pasaban
cosas entre ustedes. ¿Te gustaba en realidad, o lo hacías para tener una excusa
para tenerme, como me habías dicho antes? Le dije a mi marido que ya no lo
hiciera más, y él accedió.
Tus visitas ya eran cosa excepcional, hasta que un
día, dejaste de venir.
Algún día nos encontrábamos en la calle y
conversábamos un poco, prometías venir a visitarnos, pero no venías.
Y no viniste nunca más.
Te extraño. Ya ni siquiera tengo tu número de
teléfono, borraste tu Facebook, y sólo te puedo enviar un mensaje ocasional en
Twitter: Te extraño.
Y tú me contestas: Y yo a ti, peach.
Peach. Durazno en inglés. Una palabra de dulzura.
Los años han pasado, yo estoy mucho más gorda de lo
que era cuando nos conocimos. Gracias a Dios no tengo arrugas ni canas, pero sí
tengo muchas estrías. Tú tampoco eres el muchacho deslumbrante, has engordado y
perdido algo de pelo. Pero cada vez que te veo, veo al chico que me deslumbró
hace quince años. Y sigues deslumbrándome. Tal vez lo hagas para siempre.
Te extraño y si no vuelves, te extrañaré por
siempre.
¿Quieres tomarte un café conmigo algún día?