jueves, 11 de enero de 2018

Divagaciones de una mente nostálgica.



¿Crees en el amor a primera vista?

Tal vez no fue amor, sino deslumbramiento. ¿Por qué, si no, te invité a mi casa?
Por dentro sabía que no debía, sabía que estaba jugando con fuego, pero me auto convencí de que estaba todo bien, sólo quería ser tu amiga. Te cité en mi casa a las cinco de la tarde, y llegaste con una puntualidad inglesa que sólo me hizo admirarte más. Eras todo: guapo, inteligente, con un cierto desprecio por la sociedad, un sarcasmo, que me arrancaba más de una sonrisa.

En aquella época me contentaba sólo con verte. Admirarte. Comerte con los ojos, imaginar cómo sería pasar mis dedos por esos rizos oscuros y sedosos. Morder esos labios. Lamer esa piel. Pero no eras para mí, yo eso lo sabía. No sólo estabas muy lejos de ser mi igual en términos de belleza, sino que además estaba el pequeño, pequeñísimo detalle de que estaba casada por el civil, y no hacía tanto tiempo. Y yo quería a mi esposo, pero él no era ni la sombra de ti.
Llegué a pensar que si te hubiera conocido antes, no me habría casado. Pero si no me hubiera casado, nunca habría llegado a las circunstancias en las que te conocí. Era el destino que se reía de mí en mi propia cara, y yo no tenía el poder de hacer que se callara.

Y tú seguías visitando nuestra casa, y te volviste parte de ella. Tenías un lugar en nuestra mesa. Mi esposo también te quería, y no sé exactamente de qué manera… al menos en ese tiempo.

Yo estaba decidida a ser fiel y que mi matrimonio durara hasta el día de mi muerte. Así que seguí adelante, y decidí que teníamos que avanzar hacia el matrimonio religioso. Nadie de mi familia vino, y yo no tenía a nadie que me llevara al altar, así que te lo pedí a ti. Y por supuesto, tú accediste encantado. Ese día, cuando te vi llegar vestido con tu traje formal, se me fue el aire de los pulmones, y deseé con toda el alma que no fueras tú el que me entregara, sino el que me recibiera en el altar. Te veías tan perfecto, que opacabas al novio.  A veces miro las fotos del matrimonio, y me detengo en la foto en la que me llevas del brazo, yo tan pequeña y poca cosa al lado tuyo, vestida de blanco y con un velo, dispuesta a jurarle amor eterno al hombre que me esperaba más adelante, dispuesta a renunciar a todo para seguir adelante con lo que era correcto, pero deseando no hacerlo.  

Después de la luna de miel, volvimos a casa mi marido y yo; y tú, por supuesto, llegaste a visitarnos, como era tu costumbre. Era pleno verano y te habías quemado la espalda, tu piel es tan blanca que no aguanta bien el sol, y tu piel muerta comenzó a desprenderse. Te picaba. Te quitaste la polera y mi marido y yo comenzamos a quitarte esos trozos de piel traslúcida, con cuidado para no lastimarte. Hay una extraña fascinación en hacer esas cosas, tal vez a algunos les parezca asqueroso, pero no lo es. Y yo por fin pude poner mis manos sobre tu piel con una buena excusa. Pude dejar que mis manos recorrieran tu espalda sin sentirme culpable, y con la aprobación de mi marido, que también estaba hipnotizado por la tarea. Yo sabía de la ambigüedad de la sexualidad de mi marido, pero no me importaba, porque estaba conmigo. Sin embargo, en ese momento, cuando estabas sentado en nuestro sofá, echado hacia adelante, con los ojos cerrados y completamente entregado a nuestras manipulaciones, algo hizo clic entre mi marido y yo. Nos miramos con una completa comprensión de lo que sucedía, y que ambos estábamos dispuestos a lanzarnos en una maniobra arriesgada. Te deseábamos. Ambos.

¿Fui yo la que te quitó el cinturón? No lo recuerdo exactamente. Recuerdo que no pusiste ninguna objeción, tal vez también lo estabas deseando. Quizás lo deseabas hacía algún tiempo, no lo sé, nunca me lo dijiste. Y no recuerdo los detalles, sólo recuerdo que te entregaste, a mí o a los dos, no lo sé. Sólo sé que por fin te tenía en mis brazos, que por fin pude besar tu boca, sentir el peso de tu cuerpo sobre el mío y me llenaste por completo. Eras grande, y firme, y te gustaba hacerlo con fuerza, te gustaba tomarme con fuerza.
           
Los tríos son una cosa confusa. Creo que están sobrevalorados. Yo no sabía bien con quién ir, o cómo hacer para que ninguno de los dos se sintiera excluido. Pero prefería esa incomodidad a no tenerte en absoluto. Prefería ver cómo mi marido dejaba sus impulsos homosexuales latentes salir sin pudor, y te veía a ti… ¿soportándolo? ¿Disfrutándolo? Tal vez una mezcla de ambas cosas. Empujando los límites, las barreras, hasta caer en un precipicio como el auto de Thelma y Louise.

Pero yo te quería para mí. Sólo para mí. En mis retorcidos pensamientos, lo que pasaba entre nosotros tres no era infidelidad, porque mi marido estaba ahí, en el medio. No, no era suficiente para mí, yo te necesitaba para mí sola, y tenía mucho miedo, porque si eso llegara a suceder, sería una mujer infiel, estaría engañando a mi marido. Pero cuando me miraba al espejo y veía las marcas de tus dientes en mi piel, sentía una especie de orgullo. Era tuya, me habías marcado.

Y seguías viniendo a nuestra casa, que ya era tuya también, y las tardes se convertían en una convivencia doméstica pacífica, como si los tres fuéramos una sola familia. Pero cuando nos quedábamos solos por un par de minutos, segundos incluso, te inclinabas hacia mí y me robabas un beso apasionado, mordiéndome la boca con esos dientes perfectos. Estaba encandilada por tu luz, y no quería que eso terminara nunca, jamás. A veces, me imaginaba que mis pastillas anticonceptivas fallaban y terminaba embarazada, sin saber de quién, pero luego tendría en mis brazos un niño de piel blanca y pelo rizado, y entonces lo sabría. ¡Locura pura! Tú eras tan diferente a mi marido como el día y la noche, que si hubiera tenido un hijo tuyo, no habría engañado a nadie. Alguna vez hablé de esa posibilidad con mi marido, y él estaba dispuesto a asumir la responsabilidad de las consecuencias de lo que estábamos haciendo. Pero mis pastillas nunca fallaron, y yo no fui capaz de cometer tamaña traición. Jamás me habría embarazado a propósito para conseguir algo.

Y así pasó algún tiempo. Y yo veía como me hundía más y más en esas arenas movedizas que eran mi deseo de tenerte sólo para mí, y en mi desesperación de no cometer “adulterio”, te pedí que te alejaras un tiempo de nosotros. No debí hacerlo, nunca pensé que te iba a herir tanto, pensaba que sólo yo sufriría, que lo que tú sentías no era más que deseo, que no eras más que un hombre aprovechando la situación que se le ofrecía. ¿Dónde te dolió? Nunca me lo dijiste. Pero recuerdo tu cara, tu expresión de completa desilusión. No me amabas, al menos yo estaba segura de eso, y creía que no te haría daño. ¿Te herí en el orgullo? ¿En nuestra amistad?

Si en ese entonces hubiera sabido lo que era el poliamor, tal vez te habría ofrecido la habitación de al lado, para que vivieras con nosotros, simulando que sólo nos arrendabas una pieza, o algo así. Porque a pesar de que yo te quería exclusivamente para mí, también sabía que te estaba compartiendo con mi marido, y que también le tenías mucho cariño. Es la situación más extraña que he tenido en mi vida. No creo que alguien que no lo haya vivido pueda comprenderlo.

No te lo tomaste bien. Te fuiste. Nunca supe qué pasó por tu cabeza, por tu corazón. Y te fuiste con intenciones de no volver nunca más. No hubo forma de hacerte volver, quizás rompí algo dentro de ti y no había forma de que pudiera repararlo. Lloré mucho. Me dije millones de insultos en mi cabeza, pero no había forma de echar atrás el tiempo. Hay errores que no tienen solución.

Fue un par de años después, tampoco recuerdo cuántos, pero deben haber sido más de tres, cuando te encontré en un bus. Teníamos un viaje de una hora y media por delante, y ninguna posibilidad de evitarnos. Te hablé, esperando que me rechazaras como las veces anteriores en las que te encontré por ahí, en las calles, en el colectivo… pero esta vez no lo hiciste. Bendije mi buena suerte por haberte encontrado ahí, y nos sentamos juntos a conversar y ponernos al día con nuestras vidas. Yo había tenido un hijo, aunque no tuyo…

Y volviste a casa. Esta vez no te entregaste por completo como la primera vez, tal vez la herida dejó una cicatriz, pero volviste. Te recibimos con verdadero júbilo. Y volvimos a estar los tres juntos en el sofá, con las luces apagadas, luchando por hacer sentido de una relación sexual que está diseñada para dos. Y esta vez no iba a perderte, estaba decidida a que te quedaras con nosotros para siempre.

Yo había madurado algo, y la infidelidad ya no era un problema para mí. Comenzamos a encontrarnos a escondidas, los martes a las diez de la mañana. Tocabas la puerta con discreción, y yo te estaba esperando. Me preparaba para ti, me duchaba y me rasuraba las piernas, me ponía algo de perfume, para que te pareciera más agradable. Después del embarazo mi cuerpo había cambiado mucho y me avergonzaba, pero a ti parecía no importarte. Tenía miedo de que nos descubrieran, pero te aseguraste de que mi marido tuviera su tiempo contigo a solas, para cuidarnos las espaldas y que no tuviera nada que reclamarnos. Y te tenía para mí, por horas, casi todas las semanas, cuando mi hijo estaba en el jardín infantil y mi marido en el trabajo. ¿Cuánto tiempo duró eso? Me parece que fue mucho tiempo, aunque teníamos que suspender nuestros encuentros durante las vacaciones para que mi hijo no se diera cuenta.


En algún momento, una noche de borrachera, me encerré contigo en el baño y te dije que te amaba. Tú no me dijiste lo mismo. Me preguntaste si yo pensaba que tú no tenías sentimientos por mi, que también sentías algo por mí. Pero no me dijiste que me amabas. Comprendí que sentías cariño, pero no estabas enamorado de mí, y eso fue un balde de agua fría, una puñalada en el corazón. Tal vez fue el equivalente de cuando te pedí que te alejaras por un tiempo. Pero yo no me iba a ir, no te iba dejar ir. Aunque no me amaras, yo no podía desprenderme de ti, y preferí que las cosas siguieran así. Mejor tenerte a medias que perderte del todo.

 Una vez nos llevaste una chica de visita a nuestra casa, una chica que te gustaba, aunque era menor que tú, y querías que fuera tu polola. Obviamente yo estaba muerta de celos, pero, ¿Qué te podía pedir, si nada te podía dar? No tenía derecho alguno sobre ti. No me gustaba ella para ti, yo quería que tuvieras sólo lo mejor. En este caso, tu antigua novia, que estaba perdida de amor por ti y que habías dejado hacía un tiempo. Pero ahora tenía que lidiar con esa chiquilla que no te merecía, y más encima esconder mis celos. Traté de ser amable con ella, y tuve que contentarme con mirarte desde el otro lado de la mesa. Bebimos hasta emborracharnos, y cuando ya te ibas, fuiste a despedirte de mí en el dormitorio. Solos por un segundo, te inclinaste hacia mí y me besaste. Un beso de verdad, con ganas, con pasión; un beso que había sido postergado demasiado tiempo esa noche. Y me supo a triunfo, ¡eras mío! ¡Eras mío y no de esa chiquilla advenediza! Pero justo en ese momento nos dimos cuenta de que no estábamos solos, que ella había entrado en la habitación y no nos habíamos dado cuenta, absortos por completo en besarnos, y ella lo había visto todo. No había forma de excusarlo, ni de esconderlo. Era la verdad y punto.

Un par de días después, ella llegó a mi trabajo, yo estaba de encargada de un cyber café en el centro, y ella se puso a conversar conmigo. Quería una explicación, y dejarme claro que iba a pelear por ti. Le dije más o menos la verdad: que éramos amantes hacía años. Ella no podía comprender que tuviera un esposo, un hijo y un amante. Trató de hacerme sentir como basura, que ella tenía las de ganar… pero yo sonreí. Por mucho que peleara no te iba a conseguir. Yo gané, la dejaste.

Por supuesto que nuestra relación no era nada sana. A veces tenías una polola, pero no me preocupaba demasiado, porque siempre volvías a mi cama. Una y otra vez. Nunca hablábamos de sentimientos, excepto algunas veces que estábamos borrachos, y nos hablábamos en inglés. Hablar en inglés nos daba una cierta libertad para expresarnos, como si al hacerlo nos deprendiéramos de nosotros mismos y no sintiéramos vergüenza de admitir cosas que no podíamos decir en castellano. Siempre en la oscuridad, sin mirarnos a la cara, podía salir un tímido “I love you” y un “I love you too”.  Siempre tú primero, porque yo no quería presionarte para que me lo dijeras, yo quería que fueras tú, por tu propia voluntad, quien lo dijera.

También me parece que ambos estábamos hartos de andarnos escondiendo de todos. ¿Recuerdas esa vez que fui al médico sospechando que tenía varicela? Esa noche no me sentía del todo mal, la enfermedad estaba recién comenzando, y nos quedamos tomando cerveza. Cuando se acabaron decidimos salir a comprar más. Me abrazaste en la calle, estaba oscuro y casi no andaba nadie que nos pudiera ver. Yo no quería que me abrazaras, tenía miedo de contagiarte, porque no recordabas si la habías tenido o no… pero me apretaste a tu cuerpo, diciéndome que no te importaba. Cuando llegamos a la botillería, protegida por una reja a esa hora de la noche, pedimos nuestras cervezas y la chica fue a buscarlas. En ese momento nos besamos, como si no tuviéramos nada ni nadie de qué escondernos, como si tuviéramos el derecho de hacerlo en cualquier lugar, cuando quisiéramos, como si tú fueras mi pololo y yo la tuya. Cuando vimos que la chica había vuelto y nos estaba mirando nos reímos, con una alegría verdadera. ¡Alguien nos estaba viendo y no nos estaba juzgando!

¿Recuerdas el terremoto del 2010? Estábamos tumbados en el sofá, era muy tarde, y mi marido había ido a hacer dormir a nuestro hijo que se había despertado, quedándose dormido con él. Mientras tanto, nosotros conversábamos bajito en el sofá, abrazados y relajados. De pronto comenzó a temblar. Yo como mujer nortina, criada con temblores frecuentes, me mantuve tranquila, pero en alerta. Tú, como un hombre valiente, hiciste lo mismo. Pasó el temblor y mi marido salió de la habitación… y se abrieron las mismas puertas del infierno. La casa se sacudía de un lado para otro, las paredes se estiraban como chicle y parecía que el techo se iba a caer sobre nuestras cabezas. Tratamos de sacar a mi hijo de su cama, pero el suelo se movía tanto, que no podíamos mantenernos en pie y tuvimos que agarrarnos de los pilares para no caernos. Por un momento pensé que se acababa el mundo, pero tú estabas ahí conmigo, y yo daba gracias a Dios por eso. Sí, me sentía un poco más segura teniéndote ahí, pero lo que más me aliviaba era saber que estabas bien, que pasara lo que pasara, estábamos juntos. Entre los dos tuvimos que calmar a mi marido, que estaba casi histérico. Te quedaste hasta el amanecer, porque de ninguna manera te íbamos a dejar que salieras con ese peligro y en absoluta oscuridad. De cierta manera estabas en el lugar donde debías estar. Con nosotros, pero en especial, conmigo.

Con el tiempo te convencimos de volver con tu ex, la que te amaba demasiado. Por tu bien. Tú no tenías muchas ganas, pero terminaste por hacerlo. ¿Sabes por qué insistí tanto en ello? Porque sentía que te merecías lo que yo no podía darte. Y tú tampoco me pediste nada, nunca.  Yo no sabía lo que en realidad querías de mí, y hasta el día de hoy no lo sé. Si te hubieras atrevido ¿qué me habrías pedido?

Los años pasaban, seguías con tu novia. Fuiste a vivir con ella, pero nunca dejaste de ser mi amante. Estábamos más o menos en la misma posición, tú con tu novia, yo con mi marido. No estaba celosa en realidad, porque sentía que pasara lo que pasara, seguías siendo mío de alguna manera. No por nada habíamos pasado algo así como diez años en esta situación.  Cada vez volvías, aún si te ausentabas por algún tiempo.

Y entonces… tu novia se embarazó. Nadie me quita de la cabeza de que no fue un accidente, ella ya tenía sus años y no podía seguir esperando para tener un hijo. Pero además creo que lo hizo para atraparte, para que no pudieras alejarte nunca más de ella. Tuviste que casarte. No nos invitaste a la ceremonia, pero sí a la fiesta. Felicitamos a tu esposa, pero ella nos miró con resentimiento, casi con odio. Ella nos conocía, había ido varias veces a nuestra casa, y ella sabía que nosotros habíamos hecho nuestra parte para que volvieras con ella… ¿por qué entonces nos miró con odio? ¿Qué le dijiste? ¿Tuviste un ataque de sinceridad y le contaste todo?

Tus visitas se hicieron más esporádicas, no por nada tenías una esposa embarazada en casa. Pero siempre terminábamos enredados los tres en el futón.          

Fue en el 2013 que tuve un cambio gigante en mí, y volví a la religión. Soy católica, y sentía que Dios me llamaba. No quería confesarme ni arrepentirme, pero tuve que hacerlo. Lloré muchísimo cuando me confesé, sabiendo que tenía que dejarte atrás para siempre, al menos como amante. Pero no quise dejar de verte, aunque no pudiera permitirme ni siquiera besarte. ¡Y eso era lo más difícil! Cuando llegabas a la casa y había más gente de visita había que disimular, pero nuestro primer impulso era darnos un inocente beso en la boca como saludo, ¡porque eso era lo normal entre nosotros!

Fue una noche después de mi cambio, que estábamos tirados en el sofá de forma bastante inocente, cuando me abrazaste por la espalda y comenzaste a susurrarme en inglés en el oído. Me dijiste muchas cosas, me dijiste que me amabas de verdad. Podía sentir la verdad en tu voz, y mi corazón se rompía en mil pedazos. Y te contesté que yo también te amaba de verdad, pero que no podíamos estar juntos, que ambos estábamos casados y teníamos hijos, que no había esperanza alguna para nosotros. Habíamos jugado demasiado tiempo con nuestra relación, habíamos jugado con fuego, y nos habíamos quemado por completo, como si nos hubiesen puesto en una pira funeraria.

Después de eso tus visitas se hicieron cada vez más escasas. Cuando era muy tarde, me despedía y me iba a dormir a mi cama, mientras tú seguías bebiendo y conversando con mi marido. Y sabía que pasaban cosas entre ustedes. ¿Te gustaba en realidad, o lo hacías para tener una excusa para tenerme, como me habías dicho antes? Le dije a mi marido que ya no lo hiciera más, y él accedió.
Tus visitas ya eran cosa excepcional, hasta que un día, dejaste de venir.
Algún día nos encontrábamos en la calle y conversábamos un poco, prometías venir a visitarnos, pero no venías.

Y no viniste nunca más.

Te extraño. Ya ni siquiera tengo tu número de teléfono, borraste tu Facebook, y sólo te puedo enviar un mensaje ocasional en Twitter: Te extraño.
Y tú me contestas: Y yo a ti, peach.

Peach. Durazno en inglés. Una palabra de dulzura.

Los años han pasado, yo estoy mucho más gorda de lo que era cuando nos conocimos. Gracias a Dios no tengo arrugas ni canas, pero sí tengo muchas estrías. Tú tampoco eres el muchacho deslumbrante, has engordado y perdido algo de pelo. Pero cada vez que te veo, veo al chico que me deslumbró hace quince años. Y sigues deslumbrándome. Tal vez lo hagas para siempre.

Te extraño y si no vuelves, te extrañaré por siempre.


¿Quieres tomarte un café conmigo algún día?

No hay comentarios: