jueves, 11 de enero de 2018

Divagaciones de una mente nostálgica.



¿Crees en el amor a primera vista?

Tal vez no fue amor, sino deslumbramiento. ¿Por qué, si no, te invité a mi casa?
Por dentro sabía que no debía, sabía que estaba jugando con fuego, pero me auto convencí de que estaba todo bien, sólo quería ser tu amiga. Te cité en mi casa a las cinco de la tarde, y llegaste con una puntualidad inglesa que sólo me hizo admirarte más. Eras todo: guapo, inteligente, con un cierto desprecio por la sociedad, un sarcasmo, que me arrancaba más de una sonrisa.

En aquella época me contentaba sólo con verte. Admirarte. Comerte con los ojos, imaginar cómo sería pasar mis dedos por esos rizos oscuros y sedosos. Morder esos labios. Lamer esa piel. Pero no eras para mí, yo eso lo sabía. No sólo estabas muy lejos de ser mi igual en términos de belleza, sino que además estaba el pequeño, pequeñísimo detalle de que estaba casada por el civil, y no hacía tanto tiempo. Y yo quería a mi esposo, pero él no era ni la sombra de ti.
Llegué a pensar que si te hubiera conocido antes, no me habría casado. Pero si no me hubiera casado, nunca habría llegado a las circunstancias en las que te conocí. Era el destino que se reía de mí en mi propia cara, y yo no tenía el poder de hacer que se callara.

Y tú seguías visitando nuestra casa, y te volviste parte de ella. Tenías un lugar en nuestra mesa. Mi esposo también te quería, y no sé exactamente de qué manera… al menos en ese tiempo.

Yo estaba decidida a ser fiel y que mi matrimonio durara hasta el día de mi muerte. Así que seguí adelante, y decidí que teníamos que avanzar hacia el matrimonio religioso. Nadie de mi familia vino, y yo no tenía a nadie que me llevara al altar, así que te lo pedí a ti. Y por supuesto, tú accediste encantado. Ese día, cuando te vi llegar vestido con tu traje formal, se me fue el aire de los pulmones, y deseé con toda el alma que no fueras tú el que me entregara, sino el que me recibiera en el altar. Te veías tan perfecto, que opacabas al novio.  A veces miro las fotos del matrimonio, y me detengo en la foto en la que me llevas del brazo, yo tan pequeña y poca cosa al lado tuyo, vestida de blanco y con un velo, dispuesta a jurarle amor eterno al hombre que me esperaba más adelante, dispuesta a renunciar a todo para seguir adelante con lo que era correcto, pero deseando no hacerlo.  

Después de la luna de miel, volvimos a casa mi marido y yo; y tú, por supuesto, llegaste a visitarnos, como era tu costumbre. Era pleno verano y te habías quemado la espalda, tu piel es tan blanca que no aguanta bien el sol, y tu piel muerta comenzó a desprenderse. Te picaba. Te quitaste la polera y mi marido y yo comenzamos a quitarte esos trozos de piel traslúcida, con cuidado para no lastimarte. Hay una extraña fascinación en hacer esas cosas, tal vez a algunos les parezca asqueroso, pero no lo es. Y yo por fin pude poner mis manos sobre tu piel con una buena excusa. Pude dejar que mis manos recorrieran tu espalda sin sentirme culpable, y con la aprobación de mi marido, que también estaba hipnotizado por la tarea. Yo sabía de la ambigüedad de la sexualidad de mi marido, pero no me importaba, porque estaba conmigo. Sin embargo, en ese momento, cuando estabas sentado en nuestro sofá, echado hacia adelante, con los ojos cerrados y completamente entregado a nuestras manipulaciones, algo hizo clic entre mi marido y yo. Nos miramos con una completa comprensión de lo que sucedía, y que ambos estábamos dispuestos a lanzarnos en una maniobra arriesgada. Te deseábamos. Ambos.

¿Fui yo la que te quitó el cinturón? No lo recuerdo exactamente. Recuerdo que no pusiste ninguna objeción, tal vez también lo estabas deseando. Quizás lo deseabas hacía algún tiempo, no lo sé, nunca me lo dijiste. Y no recuerdo los detalles, sólo recuerdo que te entregaste, a mí o a los dos, no lo sé. Sólo sé que por fin te tenía en mis brazos, que por fin pude besar tu boca, sentir el peso de tu cuerpo sobre el mío y me llenaste por completo. Eras grande, y firme, y te gustaba hacerlo con fuerza, te gustaba tomarme con fuerza.
           
Los tríos son una cosa confusa. Creo que están sobrevalorados. Yo no sabía bien con quién ir, o cómo hacer para que ninguno de los dos se sintiera excluido. Pero prefería esa incomodidad a no tenerte en absoluto. Prefería ver cómo mi marido dejaba sus impulsos homosexuales latentes salir sin pudor, y te veía a ti… ¿soportándolo? ¿Disfrutándolo? Tal vez una mezcla de ambas cosas. Empujando los límites, las barreras, hasta caer en un precipicio como el auto de Thelma y Louise.

Pero yo te quería para mí. Sólo para mí. En mis retorcidos pensamientos, lo que pasaba entre nosotros tres no era infidelidad, porque mi marido estaba ahí, en el medio. No, no era suficiente para mí, yo te necesitaba para mí sola, y tenía mucho miedo, porque si eso llegara a suceder, sería una mujer infiel, estaría engañando a mi marido. Pero cuando me miraba al espejo y veía las marcas de tus dientes en mi piel, sentía una especie de orgullo. Era tuya, me habías marcado.

Y seguías viniendo a nuestra casa, que ya era tuya también, y las tardes se convertían en una convivencia doméstica pacífica, como si los tres fuéramos una sola familia. Pero cuando nos quedábamos solos por un par de minutos, segundos incluso, te inclinabas hacia mí y me robabas un beso apasionado, mordiéndome la boca con esos dientes perfectos. Estaba encandilada por tu luz, y no quería que eso terminara nunca, jamás. A veces, me imaginaba que mis pastillas anticonceptivas fallaban y terminaba embarazada, sin saber de quién, pero luego tendría en mis brazos un niño de piel blanca y pelo rizado, y entonces lo sabría. ¡Locura pura! Tú eras tan diferente a mi marido como el día y la noche, que si hubiera tenido un hijo tuyo, no habría engañado a nadie. Alguna vez hablé de esa posibilidad con mi marido, y él estaba dispuesto a asumir la responsabilidad de las consecuencias de lo que estábamos haciendo. Pero mis pastillas nunca fallaron, y yo no fui capaz de cometer tamaña traición. Jamás me habría embarazado a propósito para conseguir algo.

Y así pasó algún tiempo. Y yo veía como me hundía más y más en esas arenas movedizas que eran mi deseo de tenerte sólo para mí, y en mi desesperación de no cometer “adulterio”, te pedí que te alejaras un tiempo de nosotros. No debí hacerlo, nunca pensé que te iba a herir tanto, pensaba que sólo yo sufriría, que lo que tú sentías no era más que deseo, que no eras más que un hombre aprovechando la situación que se le ofrecía. ¿Dónde te dolió? Nunca me lo dijiste. Pero recuerdo tu cara, tu expresión de completa desilusión. No me amabas, al menos yo estaba segura de eso, y creía que no te haría daño. ¿Te herí en el orgullo? ¿En nuestra amistad?

Si en ese entonces hubiera sabido lo que era el poliamor, tal vez te habría ofrecido la habitación de al lado, para que vivieras con nosotros, simulando que sólo nos arrendabas una pieza, o algo así. Porque a pesar de que yo te quería exclusivamente para mí, también sabía que te estaba compartiendo con mi marido, y que también le tenías mucho cariño. Es la situación más extraña que he tenido en mi vida. No creo que alguien que no lo haya vivido pueda comprenderlo.

No te lo tomaste bien. Te fuiste. Nunca supe qué pasó por tu cabeza, por tu corazón. Y te fuiste con intenciones de no volver nunca más. No hubo forma de hacerte volver, quizás rompí algo dentro de ti y no había forma de que pudiera repararlo. Lloré mucho. Me dije millones de insultos en mi cabeza, pero no había forma de echar atrás el tiempo. Hay errores que no tienen solución.

Fue un par de años después, tampoco recuerdo cuántos, pero deben haber sido más de tres, cuando te encontré en un bus. Teníamos un viaje de una hora y media por delante, y ninguna posibilidad de evitarnos. Te hablé, esperando que me rechazaras como las veces anteriores en las que te encontré por ahí, en las calles, en el colectivo… pero esta vez no lo hiciste. Bendije mi buena suerte por haberte encontrado ahí, y nos sentamos juntos a conversar y ponernos al día con nuestras vidas. Yo había tenido un hijo, aunque no tuyo…

Y volviste a casa. Esta vez no te entregaste por completo como la primera vez, tal vez la herida dejó una cicatriz, pero volviste. Te recibimos con verdadero júbilo. Y volvimos a estar los tres juntos en el sofá, con las luces apagadas, luchando por hacer sentido de una relación sexual que está diseñada para dos. Y esta vez no iba a perderte, estaba decidida a que te quedaras con nosotros para siempre.

Yo había madurado algo, y la infidelidad ya no era un problema para mí. Comenzamos a encontrarnos a escondidas, los martes a las diez de la mañana. Tocabas la puerta con discreción, y yo te estaba esperando. Me preparaba para ti, me duchaba y me rasuraba las piernas, me ponía algo de perfume, para que te pareciera más agradable. Después del embarazo mi cuerpo había cambiado mucho y me avergonzaba, pero a ti parecía no importarte. Tenía miedo de que nos descubrieran, pero te aseguraste de que mi marido tuviera su tiempo contigo a solas, para cuidarnos las espaldas y que no tuviera nada que reclamarnos. Y te tenía para mí, por horas, casi todas las semanas, cuando mi hijo estaba en el jardín infantil y mi marido en el trabajo. ¿Cuánto tiempo duró eso? Me parece que fue mucho tiempo, aunque teníamos que suspender nuestros encuentros durante las vacaciones para que mi hijo no se diera cuenta.


En algún momento, una noche de borrachera, me encerré contigo en el baño y te dije que te amaba. Tú no me dijiste lo mismo. Me preguntaste si yo pensaba que tú no tenías sentimientos por mi, que también sentías algo por mí. Pero no me dijiste que me amabas. Comprendí que sentías cariño, pero no estabas enamorado de mí, y eso fue un balde de agua fría, una puñalada en el corazón. Tal vez fue el equivalente de cuando te pedí que te alejaras por un tiempo. Pero yo no me iba a ir, no te iba dejar ir. Aunque no me amaras, yo no podía desprenderme de ti, y preferí que las cosas siguieran así. Mejor tenerte a medias que perderte del todo.

 Una vez nos llevaste una chica de visita a nuestra casa, una chica que te gustaba, aunque era menor que tú, y querías que fuera tu polola. Obviamente yo estaba muerta de celos, pero, ¿Qué te podía pedir, si nada te podía dar? No tenía derecho alguno sobre ti. No me gustaba ella para ti, yo quería que tuvieras sólo lo mejor. En este caso, tu antigua novia, que estaba perdida de amor por ti y que habías dejado hacía un tiempo. Pero ahora tenía que lidiar con esa chiquilla que no te merecía, y más encima esconder mis celos. Traté de ser amable con ella, y tuve que contentarme con mirarte desde el otro lado de la mesa. Bebimos hasta emborracharnos, y cuando ya te ibas, fuiste a despedirte de mí en el dormitorio. Solos por un segundo, te inclinaste hacia mí y me besaste. Un beso de verdad, con ganas, con pasión; un beso que había sido postergado demasiado tiempo esa noche. Y me supo a triunfo, ¡eras mío! ¡Eras mío y no de esa chiquilla advenediza! Pero justo en ese momento nos dimos cuenta de que no estábamos solos, que ella había entrado en la habitación y no nos habíamos dado cuenta, absortos por completo en besarnos, y ella lo había visto todo. No había forma de excusarlo, ni de esconderlo. Era la verdad y punto.

Un par de días después, ella llegó a mi trabajo, yo estaba de encargada de un cyber café en el centro, y ella se puso a conversar conmigo. Quería una explicación, y dejarme claro que iba a pelear por ti. Le dije más o menos la verdad: que éramos amantes hacía años. Ella no podía comprender que tuviera un esposo, un hijo y un amante. Trató de hacerme sentir como basura, que ella tenía las de ganar… pero yo sonreí. Por mucho que peleara no te iba a conseguir. Yo gané, la dejaste.

Por supuesto que nuestra relación no era nada sana. A veces tenías una polola, pero no me preocupaba demasiado, porque siempre volvías a mi cama. Una y otra vez. Nunca hablábamos de sentimientos, excepto algunas veces que estábamos borrachos, y nos hablábamos en inglés. Hablar en inglés nos daba una cierta libertad para expresarnos, como si al hacerlo nos deprendiéramos de nosotros mismos y no sintiéramos vergüenza de admitir cosas que no podíamos decir en castellano. Siempre en la oscuridad, sin mirarnos a la cara, podía salir un tímido “I love you” y un “I love you too”.  Siempre tú primero, porque yo no quería presionarte para que me lo dijeras, yo quería que fueras tú, por tu propia voluntad, quien lo dijera.

También me parece que ambos estábamos hartos de andarnos escondiendo de todos. ¿Recuerdas esa vez que fui al médico sospechando que tenía varicela? Esa noche no me sentía del todo mal, la enfermedad estaba recién comenzando, y nos quedamos tomando cerveza. Cuando se acabaron decidimos salir a comprar más. Me abrazaste en la calle, estaba oscuro y casi no andaba nadie que nos pudiera ver. Yo no quería que me abrazaras, tenía miedo de contagiarte, porque no recordabas si la habías tenido o no… pero me apretaste a tu cuerpo, diciéndome que no te importaba. Cuando llegamos a la botillería, protegida por una reja a esa hora de la noche, pedimos nuestras cervezas y la chica fue a buscarlas. En ese momento nos besamos, como si no tuviéramos nada ni nadie de qué escondernos, como si tuviéramos el derecho de hacerlo en cualquier lugar, cuando quisiéramos, como si tú fueras mi pololo y yo la tuya. Cuando vimos que la chica había vuelto y nos estaba mirando nos reímos, con una alegría verdadera. ¡Alguien nos estaba viendo y no nos estaba juzgando!

¿Recuerdas el terremoto del 2010? Estábamos tumbados en el sofá, era muy tarde, y mi marido había ido a hacer dormir a nuestro hijo que se había despertado, quedándose dormido con él. Mientras tanto, nosotros conversábamos bajito en el sofá, abrazados y relajados. De pronto comenzó a temblar. Yo como mujer nortina, criada con temblores frecuentes, me mantuve tranquila, pero en alerta. Tú, como un hombre valiente, hiciste lo mismo. Pasó el temblor y mi marido salió de la habitación… y se abrieron las mismas puertas del infierno. La casa se sacudía de un lado para otro, las paredes se estiraban como chicle y parecía que el techo se iba a caer sobre nuestras cabezas. Tratamos de sacar a mi hijo de su cama, pero el suelo se movía tanto, que no podíamos mantenernos en pie y tuvimos que agarrarnos de los pilares para no caernos. Por un momento pensé que se acababa el mundo, pero tú estabas ahí conmigo, y yo daba gracias a Dios por eso. Sí, me sentía un poco más segura teniéndote ahí, pero lo que más me aliviaba era saber que estabas bien, que pasara lo que pasara, estábamos juntos. Entre los dos tuvimos que calmar a mi marido, que estaba casi histérico. Te quedaste hasta el amanecer, porque de ninguna manera te íbamos a dejar que salieras con ese peligro y en absoluta oscuridad. De cierta manera estabas en el lugar donde debías estar. Con nosotros, pero en especial, conmigo.

Con el tiempo te convencimos de volver con tu ex, la que te amaba demasiado. Por tu bien. Tú no tenías muchas ganas, pero terminaste por hacerlo. ¿Sabes por qué insistí tanto en ello? Porque sentía que te merecías lo que yo no podía darte. Y tú tampoco me pediste nada, nunca.  Yo no sabía lo que en realidad querías de mí, y hasta el día de hoy no lo sé. Si te hubieras atrevido ¿qué me habrías pedido?

Los años pasaban, seguías con tu novia. Fuiste a vivir con ella, pero nunca dejaste de ser mi amante. Estábamos más o menos en la misma posición, tú con tu novia, yo con mi marido. No estaba celosa en realidad, porque sentía que pasara lo que pasara, seguías siendo mío de alguna manera. No por nada habíamos pasado algo así como diez años en esta situación.  Cada vez volvías, aún si te ausentabas por algún tiempo.

Y entonces… tu novia se embarazó. Nadie me quita de la cabeza de que no fue un accidente, ella ya tenía sus años y no podía seguir esperando para tener un hijo. Pero además creo que lo hizo para atraparte, para que no pudieras alejarte nunca más de ella. Tuviste que casarte. No nos invitaste a la ceremonia, pero sí a la fiesta. Felicitamos a tu esposa, pero ella nos miró con resentimiento, casi con odio. Ella nos conocía, había ido varias veces a nuestra casa, y ella sabía que nosotros habíamos hecho nuestra parte para que volvieras con ella… ¿por qué entonces nos miró con odio? ¿Qué le dijiste? ¿Tuviste un ataque de sinceridad y le contaste todo?

Tus visitas se hicieron más esporádicas, no por nada tenías una esposa embarazada en casa. Pero siempre terminábamos enredados los tres en el futón.          

Fue en el 2013 que tuve un cambio gigante en mí, y volví a la religión. Soy católica, y sentía que Dios me llamaba. No quería confesarme ni arrepentirme, pero tuve que hacerlo. Lloré muchísimo cuando me confesé, sabiendo que tenía que dejarte atrás para siempre, al menos como amante. Pero no quise dejar de verte, aunque no pudiera permitirme ni siquiera besarte. ¡Y eso era lo más difícil! Cuando llegabas a la casa y había más gente de visita había que disimular, pero nuestro primer impulso era darnos un inocente beso en la boca como saludo, ¡porque eso era lo normal entre nosotros!

Fue una noche después de mi cambio, que estábamos tirados en el sofá de forma bastante inocente, cuando me abrazaste por la espalda y comenzaste a susurrarme en inglés en el oído. Me dijiste muchas cosas, me dijiste que me amabas de verdad. Podía sentir la verdad en tu voz, y mi corazón se rompía en mil pedazos. Y te contesté que yo también te amaba de verdad, pero que no podíamos estar juntos, que ambos estábamos casados y teníamos hijos, que no había esperanza alguna para nosotros. Habíamos jugado demasiado tiempo con nuestra relación, habíamos jugado con fuego, y nos habíamos quemado por completo, como si nos hubiesen puesto en una pira funeraria.

Después de eso tus visitas se hicieron cada vez más escasas. Cuando era muy tarde, me despedía y me iba a dormir a mi cama, mientras tú seguías bebiendo y conversando con mi marido. Y sabía que pasaban cosas entre ustedes. ¿Te gustaba en realidad, o lo hacías para tener una excusa para tenerme, como me habías dicho antes? Le dije a mi marido que ya no lo hiciera más, y él accedió.
Tus visitas ya eran cosa excepcional, hasta que un día, dejaste de venir.
Algún día nos encontrábamos en la calle y conversábamos un poco, prometías venir a visitarnos, pero no venías.

Y no viniste nunca más.

Te extraño. Ya ni siquiera tengo tu número de teléfono, borraste tu Facebook, y sólo te puedo enviar un mensaje ocasional en Twitter: Te extraño.
Y tú me contestas: Y yo a ti, peach.

Peach. Durazno en inglés. Una palabra de dulzura.

Los años han pasado, yo estoy mucho más gorda de lo que era cuando nos conocimos. Gracias a Dios no tengo arrugas ni canas, pero sí tengo muchas estrías. Tú tampoco eres el muchacho deslumbrante, has engordado y perdido algo de pelo. Pero cada vez que te veo, veo al chico que me deslumbró hace quince años. Y sigues deslumbrándome. Tal vez lo hagas para siempre.

Te extraño y si no vuelves, te extrañaré por siempre.


¿Quieres tomarte un café conmigo algún día?

miércoles, 10 de enero de 2018

¿Hay alguien ahí?

Hace años y años que no he escrito nada en este blog. Los blogs están pasados de moda, ahora todo está en facebook, twitter o instagram.

Por eso me pregunto si alguien leerá lo que escribo si lo publico aquí. 

¿Hay alguien que escuche mi voz?

¿Hay alguien que lea mis letras?

Si estás ahí, amigo o enemigo, revela tu presencia.


June

sábado, 11 de junio de 2011

Cuento sin título, sentido o finalidad.

Había algo que me hacía pensar que nunca, nunca iba a poder salir de la desesperación que me envolvía. Y lo que era más importante, ¿para qué? ¿Acaso había alguna esperanza escondida detrás de tanto sufrimiento? Pues no. Se me ocurría que ya nada más tenía sentido, que la vida en sí no era nada más que el desarrollo de una comedia que termina con la muerte, inevitablemente; joven, si morías en un accidente o como en mi caso; viejo y senil si llegabas al término de la vida natural, siendo una carga, una molestia, y sin siquiera ser capaz de retener el uso de tus facultades mentales.

La vida, según lo que yo veía, estaba sobrevalorada.

Personas marchando para evitar el aborto, con pancartas y altavoces; mientras en China a las bebés se las comían los perros, en África los bebés de ambos sexos se morían de hambre, y en muchos otros países pasaban frío, hambre y necesidades para finalmente convertirse en adultos dispuestos a cualquier cosa por obtener lo que se desea, sea comida, dinero, drogas…

¿No habría sido mejor que esos niños no hubieran nacido nunca?

¿No sería mejor que los que nacimos en viernes, como David Copperfield, no hubiésemos nacido nunca?

Porque, enfrentémoslo, hay algunos que nacen en domingo, que son hijos del sol, que son amados y bien criados, que mientras crecen son felices, tienen amigos y juguetes, y salud… mientras hay otros que sólo conocen los días nublados, las penas, el hambre y la desolación. Y al final, tanto los unos como los otros llegarán a un mismo final: bajo la tierra, fertilizando el pasto del cementerio.

Pero mientras divago sobre el valor de la vida, los rubíes líquidos se deslizan por mis manos y caen al suelo, y lentamente voy perdiendo la noción de lo que estoy pensando. Mis ojos se cierran, involuntariamente, y lo último que veo es el color rojo más intenso, el más hermoso, aquél que fue mi favorito desde que era una niña pequeña; reflejándose en las facetas del cenicero Art Decó de la bruja de mi abuela, su favorito, del que tuve el máximo placer al quebrar para cortarme las venas.

jueves, 30 de abril de 2009

Gripe Porcina

Tanto y tanto se ha hablado en estos días de la famosa gripe porcina, que yo también quiero decir lo mío. He visto muchos blogs, buscando información, pero unos se copian de otros y al final la información es la misma, hay errores, hay muchos comentarios paranoicos de conspiraciones y hasta una receta de un tal "aceite de rateros" que según algunos sería la solución.

Hagamos un poquito de historia. Todo comenzó en 1918, con la primera epidemia de gripe mortal, conocida como la "Influenza española". No es que la influenza comenzara allá, sino simplemente fue allá donde se hizo pública la existencia de esta epidemia. Recordemos que en 1918 aún estábamos en la Primera Guerra Mundial, y los países involucrados no querían que la noticia se supiera, para no desmoralizar a las tropas. Y sin embargo, fue precisamente el movimiento de las tropas lo que llevó la influenza a distintas partes del mundo.
¿Por qué esta influenza es distinta a cualquier otra gripe que pudiéramos tener? Porque no se trata de un virus típicamente humano, sino de origen animal. El virus de la influenza española, A H1N1 tuvo su origen en las aves, este virus mutó y gracias a eso le fue posible afectar a los seres humanos. Los seres humanos, al no tener ningún tipo de defensa ante este virus, sucumben rápidamente. Para el cuerpo se trata de una cosa totalmente nueva y extraña, y no le da tiempo a reaccionar y defenderse, por ejemplo, como lo haría ante una gripe común. El virus ataca a las células de los pulmones, que se destruyen y dejan el paso libre para que se llenen de sangre y líquido, lo que hace que la persona afectada muera ahogada.
Las cifras de los muertos por esta influenza de 1918 son variadas, en realidad nadie sabe cuántos fueron los muertos, las cifras que se barajan van desde 40 millones hasta 100 millones. Pero los números a algunas personas nos dejan indiferentes, pues no nos podemos imaginar eso sólo con cifras, pero si les digo que la influenza mató más gente que las dos guerras mundiales, la guerra de Corea y la Guerra de Vietnam juntas... se entiende mejor, ¿verdad? Mató más gente que la peste negra de la Edad Media. En realidad, la influenza española ha sido la peor pandemia que haya sufrido la humanidad.



Y resulta que el virus de la gripe porcina es el virus de la Influenza A H1N1... el mismo de la influenza española.



Escalofriante, ¿verdad?

Pero calma, no estamos en 1918.

La gripe porcina comenzó en México en abril de este año. Un cerdito que andaba feliz por su vida de cerdito tomó dentro de sí los elementos necesarios para que un virus mutara. A estas alturas no estoy segura de si este virus es el resultado de la mezcla de dos virus o más, si tiene componente de virus humanos, virus de aves... el punto es que el cerdo es uno de los animales que puede traspasar los virus de los animales a los humanos y esto es lo que ha sucedido. El virus actúa de la misma forma que en 1918, destruyendo los tejidos pulmonares y llenando los alveólos de sangre y líquido, ahogando a sus víctimas.

Pero no todo está perdido.

Ahora tenemos antivirales que pueden ser efectivos en esta pelea. Los antivirales no curan el virus, no lo matan, pero le impiden hacer más daño. Tenemos el oseltanamivir y zanamivir, todo es cuestión de que sean administrados a tiempo. Y también mucha gente moría por las complicaciones derivadas del virus, como las neumonías infecciosas, pero ahora temenos antibióticos para regodearnos.

Y lo más importante: ahora tenemos información a la mano. Sólo tenemos que informarnos, educarnos, prevenir, lavarnos las manos, evitar las aglomeraciones, alimentarnos bien, usar mascarilla cuando corresponda, respetar las cuarentenas...

Saldremos de ésta, se los aseguro, y saldremos mil veces mejor parados que en 1918.

Y les dejo un video documental de la National Geographic para que comprendan los detalles, que a mi me da flojera escribirlo todo.












miércoles, 3 de diciembre de 2008

Reflexiones sobre el amor


He pensado mucho sobre el amor, específicamente sobre el acto de enamorarse. Y estoy convencida de que para los hombres no debe ser igual que para las mujeres. Las mujeres siempre pensamos en el amor, empezamos desde muy pequeñitas, cuando nos leen los cuentos de hadas. Los cuentos para niñas son casi todos sobre princesas o mujeres pobres, pero buenas, que encuentran el amor verdadero en un príncipe azul: Cenicienta, la Bella Durmiente, Blancanieves, Rapunzel y la Princesa Fiona. Mientras tanto, a los niños les leen Pulgarcito, Pinocho, Juanito y las Habichuelas Mágicas, El Traje Nuevo del Emperador. Donde no aparece ninguna princesa que los ame y sean felices.

Más tarde, las niñas seguimos pensando en nuestro príncipe, jugamos a las Barbies Princesas y los niños, mientras tanto, juegan con autos y montruos, con dinosaurios e insectos de plástico, que mientras más dientes, pizas y escamas tengan, mejor. Jugar siquiera con una niña les parece asqueroso.

Y después la cosa no cambia. En la adolescencia nosotras vemos novelas y series donde las chicas se enamoran, la fea se vuelve linda ( y las feas suspiramos con la esperanza de ser lindas algún día, o que nos ame algún príncipe hermoso a pesar de nuestra feldad) y el muchacho más apuesto de la serie se convierte en el príncipe.

Durante la adultez, aunque nos dejamos principalmente de soñar tanto, nos fijamos en las historias de cuentos de hadas que hay en nuestro mundo real. Por eso la gente quería tanto a la princesa Diana, porque representaba a la Princesa de nuestras historias antiguas. Porque un Príncipe de verdad se enamoraba de ella y la llevaba a vivir a su palacio, le daba dos hermosos hijos y la haría reina algún día. Ah, pero la realidad nos golpeó fuerte esta vez: el príncipe no era tan bueno como parecía, y se quedó con la bruja, al final.

Y mientras llorábamos por la princesa y leíamos novelas de amor... ¿dónde estaban los hombres? Jugando Play Station (y matando todo lo que se mueva), mirando partidos de fútbol, escuchando metal y leyendo revistas porno.

El amor es la vida para una mujer, pero para un hombre, es un capítulo que, mientras más pronto se cierre, mejor.

Sólo puedo recordar a un hombre enamorado como una mujer. Dante Alighieri. Él vio a Beatriz sólo tres veces, jamás habló con ella y murió poco tiempo después. Pero se enamoró tanto, que le escribió dos libros, uno de ellos considerado una de las mayores obras de la literatura mundial en la historia de la humanidad. Me pregunto qué habría pasado con él de haber vivido en nuestra época. De seguro lo mínimo que le habrían impuesto, sería una orden de alejamiento. Lo habrían tachado de loco, de obsesivo. Peligroso.

Y ni hablar de una mujer que se enamorara así.

Sigamos soñando, chicas, que la vida sin amor es fome. Dejemos que los hombres sigan mirando sus partidos y jugando con sus consolas. Siempre habrá algún Dante para nosotras. Aunque cueste encontrarlo.


Fragmento de la Divina Comedia.

De Dante Alighieri.

Aparición de Beatriz

“Purgatorio”. Canto xxx.


«Salve», todos decían, «tú que vienes:
los lirios esparcid á manos llenas»:
flores doquier llovían á sus sienes.


Del alba al despuntar he visto plenas
de rosas las regiones del oriente,
y las demás resplandecer serenas:


La faz entrevelada al sol naciente
he podido mirar por los vapores;
mirar con ojo fijo al esplendente.–


Así á través de las tupidas flores,
de angelicales manos esparcidas,
en nube de su carro en los redores;


Vi una mujer de velo albo, ceñidas
con oliva las sienes, verde manto,
cercada cual de llamas encedidas.


Mi espíritu, después de tiempo tanto
que lejos de sus ojos estuviera,
donde temblara de estupor y encanto;


Sintió, ya antes de verlos, hechicera
virtud de ella manar, con lo que ardiente
mi amor resucitó y pasión primera.


Miréla, y traspasóme de repente
otra vez el poder de amor sublime,
que ya en la infancia arrebató mi mente.


Á la siniestra tímido volvíme,
–como al materno seno va corriendo
el niño, si se aterra ó triste gime–;


Por decir á Virgilio: «Está tremiendo
dentro de mí la sangre toda entera;
reconozco el antiguo amor ardiendo.»–
Mas aquél ya no está: lejos se fuera.


Fuente: Jünemann, Guillermo. Antología universal. Friburgo: Herder, 1910.
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miércoles, 26 de septiembre de 2007

La mujer maravilla del siglo XVIII


He oído hablar de muchas mujeres que han hecho esto o lo otro, mujeres que son un ejemplo y bla bla bla. Pero cuando conocí a esta mujer, deseé creer en la reencarnación sólo para poder haber sido ella en una vida pasada: Émilie de Breteuil, marquise de Châtelet.

Émilie vivó en la corte francesa, su padre la educó como si no fuera mujer, es decir, con todas las ventajas de la educación que recibían los hombres. Tuvo todo lo que una mujer podría desear: inteligencia, un marido tolerante, hijos, vestidos, zapatos, joyas... y amantes ilustres. Era tan inteligente que incluso su amante la reconocía como su superior intelectual. Su amante, el mismísimo Voltaire.

martes, 11 de septiembre de 2007

No quisiera ser mujer


Para las mujeres todo es más difícil. Desde que nacemos: se supone que nuestros padres siempre querrán tener un hijo varón (lo cual, por cierto, es una mentira), y a las hijas las llaman "las chancletas", como si no valieran más que una pantufla vieja. No me puedo explicar qué es lo que les hace desear tanto un hijo varón, ni que fueran de la realeza. Y no me vengan con que hay que perpetuar el apellido, porque Pérez, Rojas, González, etc, hay demasiados en este mundo.

Después en el Jardín Infantil te empiezan a enseñar los "roles". Que un niño debe jugar con un camión, mientras que las niñas deben jugar con muñecas. Y ¡ay del que quiera intercambiar! Nos muestran que la mamá lava platos, cocina, cuida a los niños, mientras que el padre "trabaja" (como si mantener limpia una casa no lo fuera, caramba, ¡yo jamás he podido!).

Ya en el colegio, a una le enseñan a ser "Señorita". ¡Junta las piernas, no enseñes nada sobre la rodilla, sonríe y sé educada! Las señoritas no se suben a los árboles. Las señoritas no dicen palabrotas. Las señoritas aprenden a bordar, a tejer, a cocinar... ¡ni se te ocurra jugar fútbol! Eso es de marimachos.

Cuando estás en la universidad tienes que trabajar el triple para que te reconozcan. Después de todo eres sólo una mujer, y es sabido que las mujeres no son tan inteligentes como los hombres.

Después, cuando eres ya mayor, "tienes que conseguir un marido antes de los 30 o te quedarás solterona". Pero con recato, eso sí: no puedes tener muchos pololos antes de casarte, o quedarás como una "
suelta" ante los ojos de todos. Si un hombre sale con muchas mujeres es porque es un galán. Si una mujer sale con muchos hombres es puta. Y en esos menesteres te meterás en algún lío para agarrar algo que valga la pena. Y le tiene que gustar a tus padres. Y ciertamente le tienes que gustar a los padres del novio.

Y es entonces cuando te das cuenta de que tu trabajo no es tan importante como el de tu marido. Seguramente él gana más que tú. (Claro, como él es el "jefe de familia"...) Tú trabajas más que nada para no aburrirte... hasta que lleguen los hijos. Tu jefe tampoco reconoce lo que haces y se queda con el mérito de tu trabajo.

Y ¡oh, sorpresa! Un buen día descubres que estás embarazada. Tu jefe pone cara de pocos amigos cuando se entera. Tu marido reclama que estás vuelta loca con las hormonas, pero lo que en realidad te pasa es que estás muerta de miedo con todo el asunto del parto. Y cuando llega por fin el momento, sientes tanto dolor, que crees que jamás tendrás otro hijo en tu vida. Te ponen una aguja enorme en la columna para anestesiarte de la cintura hacia abajo. Y puedes elegir: todo el dolor antes del parto (parto normal) o todo el dolor después del parto (cesárea). ¿y crees que todo termina ahí? Noooo... ahora viene lo peor: ¡Tienes que dar de mamar! Y tu adorado hijo te hará sangrar los pezones, y el sádico del doctor te dirá que tienes que seguir dándole el pecho igual.

Ahora te ves al espejo: estás gorda y fea, no tienes tiempo para arreglarte, tienes que cuidar de tu hijo y luego volver al trabajo. Y si el niño se enferma tendrás que cuidarlo tú, no importa que el hijo sea tuyo y de tu marido: tú eres la madre, así que debes dejarlo todo para cuidar a tu hijo. Además la ley no cree que los hombres deban cuidar a sus hijos de todos modos... ¡para eso están las mujeres! Y no hablemos del complejo de culpa que te estarás creando: si te quedas en casa para cuidar de tu hijo, todos pensarán (tú incluida): "
ella es una floja porque no trabaja". Y si sales a trabajar, todos pensarán (tú incluida también): "ella anda por ahí en la calle en vez de estar cuidando a su hijo". No puedes ganar.

Por eso cuando pienso que si me hubieran dado la oportunidad de elegir, habría elgido ser hombre. Definitivamente se la pasan mejor. ¡Y tienen la desfachatez de quejarse del exámen de la próstata! Hay que ser muy car'e palo.